sábado, 22 de diciembre de 2012

TODOS LOS FANGOS DE LA NOSTALGIA

Mud!


Cada fin de semana de invierno permite descubrir al rugbier nuevos matices en los barros de los terrenos deportivos. Hay barros rojos entre el óxido y la bauxita, barros negros industriales o empecinados, todas las variedades del marrón desde el beige claro hasta el más obscuro castaño. Durante años rugby y lodo han sido inseparables hasta que ha ido llegando el césped artificial, las moquetas verdes nos van privando de esas imágenes épicas de los gladiadores transformados en minerales fatigados que durante tantos años han conformado nuestro folklore en Ovalia.
Para los delanteros jugar en estas condiciones es un placer doloroso donde el retorno a los juegos prohibidos infantiles viene acompañado de un esfuerzo cervical repetido. El balón decide portarse mal a menudo y se escapa hacia delante, a pesar de todo el cariño con el que se le trata en esos partidos de humedad y aliento invernales cuando se le patea lo imprescindible. Los zagueros tienen que sacar de su estómago agarraderas más adhesivas que la resina para sujetarse en el balón mientras los crampones les hacen deslizarse como patinadores patosos. Y la bisagra, el medio de melé y el apertura, consigue desconcertar casi siempre a propios y extraños porque el cieno decide más rápido que cualquiera de los dos.
Luego la ducha –con un poco de suerte con agua caliente para todos-, pone al descubierto las huellas de los choques y de las batallas del subsuelo en los agrupamientos, momento en que uno descubre que tanto líquido envolvente ha causado, por ósmosis, una sed prácticamente insaciable ¡Menos mal que empieza el tercer tiempo!
Años después se han olvidado los resultados y todas las imágenes de la memoria forman un solo partido que se jugó en un barrizal inacabable. Quizá el paraíso del rugbier esté formado de eternos partidos de invierno.
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