jueves, 10 de agosto de 2017

REBANADA DE VERANO FRANCÉS

- Es un bonito pueblo francés, un pueblo de ésos que sólo existen para que pase el Tour por él y dar una bonita imagen en la televisión con sus casas alineadas, su gran iglesia desproporcionada y una casa señorial en ruinas junto a un estanque. Acabada la retransmisión de la hora de nuestra siesta, el pueblo vuelve al coma del que ha salido durante el fugaz paso del pelotón. En medio de ninguna parte, esto es, de inmensos maizales regados por monstruos oxidados de metal que giran escupiendo una cortinilla de gotas, quienes están censados en el pueblo, llamarlos habitantes es una exageración, salen temprano por la mañana para ir a trabajar por una retorcida carreterilla en su peugeot hasta la modesta villa que hace de capital de la región y van regresando a la tarde para encerrarse en sus casas, después de cortar el césped del jardín y abonar las flores que nadie ve durante trescientos sesenta y cuatro días del año, hasta que el “bonjour” del día siguiente les despierte. Antes de internet, el paso diario del cartero era la señal de que el pueblo respiraba, hoy en día ni eso, incluso los fines de semana sus calles están limpias y vacías, las compras se hacen en un centro comercial de las afueras de la cabecera de la comarca.
Así era el pueblo de mi amante de hace unos años, Françoise Chabrol. La conocí en la caja de una franquicia cultural que ocupaba, y ocupa, un buen local comercial del centro de… quizá de Pau, quizá de Albi -la memoria se vuelve confusa con la edad-. Sus ojos oscuros y vivos en un rostro de belleza andaluza me sedujeron inmediatamente, sería injusto decir que doblaba en edad a las demás empleadas de la caja pero casi, además de intentar pagar con la tarjeta de crédito que nunca funciona en Francia le hice un primer comentario rutinario que provocó su sonrisa y su respuesta, luego arranqué el diálogo -no había muchos clientes a la hora española del almuerzo-, hasta quedar para un rato más tarde en el bistró más próximo. A base de compras culturales y de cafés “noisette” fuimos intimando en un acelerado idilio -tendríamos ambos por entonces los cuarenta o más-, que nos condujo a algún restaurante con habitaciones arriba o un hotelito con restaurante abajo, no me acuerdo muy bien.
Su biografía seguía el guión de esa película francesa de la que se ruedan tres o cuatro versiones al año y que, cambiándole el título, la podemos ver en algún ciclo del canal “Arte” cuando se nos agarrotan los dedos de tanto zapping. Casada adolescente y embarazada, después de hacerle un hijo más, su marido, conocido jugador de rugby local, se había buscado un trabajo que le permitiera seguir jugando por la vida mientras los hijos se iban incorporando al equipo. Una vez los chavales partidos también del nido, la vida le abrió los ojos a Françoise Chabrol, se buscó un divorcio malo y un trabajo peor, pero la independencia tiene siempre un precio.

Esto de la independencia despertaba algo en mi cerebro de macho español a veces, pasados los primeros años de pasión y orgasmos descubiertos. Había días en que me preguntaba: qué hago yo aquí, cortando el césped, abonando estas putas flores, yendo a hacer la compra a más allá del enésimo pino -además de maíz hay mucho pino por aquí-, haciendo teletrabajo en esta topera, mientras mi señora deslumbra con sus ojos a cualquier jugador de rugby que haya ido a comprar un videojuego y luego a la tarde, cuando ella regresaba, y el whisky o el pastis de aperitivo habían sustituido para siempre a las caricias del preludio amoroso, tenía la sensación de que estaba pasando mi vida avanzando dentro de un túnel inacabable, donde la única luz que se veía al fondo era el espejismo de que la etapa del Tour iba a pasar por delante de la puerta...

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